Correos 2
Correos 2
(El Interior)
¿Qué peligros te acechaban si atravesabas las tinieblas de su interior?
La educación de zagales no es fácil. Inculcar valores y el orden en que deben aplicarse en cada momento, sobre todo cuando entran en conflicto, …, bueno, bueno, vamos al caso.
Los tres valores que entraban en juego en esta historia eran a saber:
La buena educación, entendida como cortesía y buenas maneras.
La prudencia, entendida como no importunar al prójimo y menos si está trabajando.
Y la eficacia, entendida como resolver lo que a uno le encargan y tiene que hacer.
Pues bien, estos tres elementos entraban en juego cuando, a regañadientes, iba cada tarde a recoger las cartas a la oficina de Correos.
Poco rato después de ver pasar al señor Pedro delante del buzón, desde la plaza donde había recogido la saca del segundo correo de Mirat que llegaba desde Cáceres, yo me acercaba a Correos a recoger las cartas.
Ya he escrito que como teníamos apartado de correos había que pasar por la oficina en vez de que, cómodamente, te llevaran esas mismas cartas a casa.
La altísima puerta del edificio de Correos daba acceso a un jol (luego pasamos a escribir ‘hall’) con una escalera a la izquierda que a su vez daba acceso a la planta superior en la que vivía el Jefe de Correos y su familia. A la derecha el mostrador de atención al público con ventanal amplio que dejaba ver toda la oficina iluminada por la ventana principal de la fachada; la que servía para llegar al buzón.
Pero tras esa zona iluminada y de acceso directo, atravesando la puerta interior frente a la de la calle, se ocultaba un inquietante interior al que se accedía por un también ya inquietante distribuidor sin luz que, a su izquierda, daba paso a un zaguán amplio y vacío normalmente menos el carro de las sacas. Allí, girándose 90 grados, es decir, mirando como hacia el Arroyo, tras dos peldaños que elevaban el nivel del suelo, se encontraba la habitación en la que los carteros distribuían las cartas (muchas) y los paquetes (pocos).
Creo que nunca subí esos dos peldaños. El mueble, adosado a la pared del fondo, lindera con la casa de los Masa, era una especie de mostrador de madera pintado de color gris azuloso, parecido al guardapolvos que a veces usaba mi padre, con unas separaciones verticales y entre cada separación, el nombre de un pueblo de los de Berzocana para allá a saber: BERZOCANA, NAVEZUELAS, CABAÑAS Y ROTURAS.
Los carteros solían estar de espaldas al zaguán en el que yo me paraba a esperar ser atendido. Se movían con energía distribuyendo y apilando cartas. Las que más me gustaban eran las de Roturas. Al estar este pueblo en el último hueco alejado, a la derecha del mueble, las pocas cartas que iban allí las tiraban como a revolandera y casi siempre caían en su sitio.
Al principio había dos carteros:
El Señor Alfonso, que también montaba y vendía televisiones Reckord en un taller de electrónica que tenía en la Calle del Consuelo subiendo a la izquierda, antes de llegar al Altozano.
Y el Señor Pedro que vivía allí al lado tirando por la calle de la Baranda arriba hacia la izquierda, frente a donde estaba o luego estuvo el Teleclub.
El Señor Alfonso era muy serio, aunque yo luego le veía reírse con la gente cuando repartía cartas. La gente le llamaba Tejero, pero yo no sabía al principio si era su apellido o un mote y, aunque había aprendido que Señor no se usaba con el nombre, para mi siempre fue Señor Alfonso.
El Señor Pedro era simpático conmigo cuando me veía por la calle o cuando él recogía la saca de La Doaldi de las dos menos cuarto y yo cogía los periódicos para venderlos en el comercio de mi padre. Pero en la oficina de Correos se quedaba callado y no decía nada. Le conocía de la procesión de la virgen. Era el que hacía las pujas en la puerta de la ermita y con una voz peculiar empezaba diciendo: ¡Viva la Virgen del Consuelo! ¡Brazo anterior derecho, mil pesetas!
Cuando yo llegaba ya solían estar preparadas nuestras cartas, aunque eso no servía para abreviar el trámite.
Yo entraba normal, sin hacer ruido para no molestar. Mi duda era: ¿Debía decir buenas tardes interrumpiéndoles su tarea o debía esperar pacientemente a que alguno de los carteros se diera la vuelta y me viera en el zaguán esperando? Pasaban los días y las esperas eran cada vez más y más largas. La cosa ya estaba en el límite porque en casa me empezaban a preguntar que donde demonios me metía cuando iba a por las cartas.
Al poco tiempo vino como cartero Félix. El primer día fue simpático, me vio llegar y me atendió enseguida. Pero al día siguiente ya hacía lo mismo que los otros. Yo creo que era el Señor Alfonso el que les mandaba lo que tenían que hacer y cada vez me dejaban más rato esperando.
En esas esperas, mientras veía cómo clasificaban las cartas, empecé a preguntarme: ¿Para qué conchos servía decir el nombre de la ciudad de destino al echar la carta al buzón, si ellos leían lo que ponía el sobre?
Un día ya Félix (aunque yo también le llamé Señor Félix) me dijo: “Tú lo que tienes que hacer cuando llegues es dar una palmada, pegar un pisotón o silbar. Así nosotros sabemos que has llegado y cuando podamos te atendemos.“.
A mi aquello me pareció humillante, pero mi eficacia y prestigio como recogedor de cartas estaba en lo más bajo y tenía que recuperarlos al precio que fuera.
Empecé a aplicar el método de aviso cambiando cada día en el orden que el Señor Felix los había dicho: palmada-pisotón-silbido.
Pasado un tiempo decidí rebelarme contra aquel orden e ideé un sistema para echarlo a suerte. Contaba los pasos de casa a la puerta de Correos y de cabeza los dividía por tres: si salía justo, palmada, si sobraba uno, pisotón y si sobraban dos, silbido.
Cuando el Señor Alfonso se dio cuenta de que no seguía el orden, me dijo que entonces no me daba las cartas.
Debió darse cuenta de que había apretado demasiado conmigo cuando muy serio contesté: “El Señor Félix no dijo nada de eso y las cartas me las tiene que dar porque para eso pagamos el apartado.”.
El sistema a suerte contando pasos se impuso sin más comentario aunque aquello ya duró poco.
Todo acabó el día que recibí mi primera carta. Venía escrito a máquina mi nombre. Ese día, en vez de salir corriendo desde el zaguán, me quedé paralizado en el tramo oscuro antes de salir al hall intentando adivinar quien me escribiría a mi. Estaba en esos pensamientos cuando retumbaron en el zaguán las carcajadas de los tres carteros y oí a Señor Pedro decir: “Un día se va a dar cuenta el muchacho de que le tomáis el pelo y nos la van a liar.”.
En dos zancajillones estaba en la calle y tiré corriendo pa casa emocionado con mi primera carta, sin acordarme del mal rato diario del pisotón, el silbido o la palmada.
Al día siguiente no conté los pasos, llegué al zaguán y en posición de firmes y alzando la voz dije lo que desde el principio me había dicho mi madre que dijera: ¡BUENAS TARDES, POR FAVOR, QUIERO LAS CARTAS DE NUESTRO APARTADO!
Al poco instalaron los casilleros con llave en el hall a la izquierda bajo la escalera y la épica del zaguán ya fue historia.
Mi primera carta traía el carnet del Club Infantil de TVE.
Durante años, cuando al pasar estaba abierta la ventana de la habitación donde clasificaban las cartas, silbaba hasta que alguno se daba cuenta y devolvía el saludo.
Todavía hoy cuando paso, según me pilla, doy una pisotón, una palmada o silbo. Seguro que alguno en algún sitio lo sigue oyendo. Y seguro que devuelve el saludo.
JMGOL60 (OCT2019)
Dedicado a mis tres carteros preferidos!
17.10.2019 20:28
Javi
Entrañables recuerdos de infancia.
Muy fresco el relato, me ha gustado mucho.
16.10.2019 07:53
Juana Sánchez Lozano
El relato nos introduce muy fácilmente en la mente de un niño de los años 60. Sus peripecias podrían trasladarse al cine y harían un buen retrato de la época en un pueblo español.
14.10.2019 20:49
María Calzada.
Magnífico relato.
He recorrido contigo esa oficina de correos, a la que no recuerdo haber entrado.
Recuerdo especialmente a esos carteros a los que algunos/as, esperábamos día a día...